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PARCO Y DESHOJADO INCISO HISTÓRICO Y REFLEXIÓN SOBRE EL PROPÓSITO DE LA LITERATURA ERÓTICA

  • Foto del escritor: Miguel Angel Rodríguez Sosa
    Miguel Angel Rodríguez Sosa
  • 21 oct
  • 15 Min. de lectura

Abordar el tema de la literatura erótica exige, primero, afrontar un desconcierto porque el adjetivo añadido al género ha sido y es tan discutido en su significado que, para ubicarnos, parece prudente apuntar que se refiere a esa literatura que en obra y lectura activa la dopamina estimulando la libido. Además, he de iniciar con una prevención asaz pertinente: historiar la literatura erótica es un intento temerario y necesariamente afectado por omisiones culposas, dada la enciclopédica vastedad de su producción, y aquí menciono solamente obras que he podido leer.

 

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Viene de muy antiguo la literatura que con acierto podemos llamar erótica. En la Biblia el Cantar de los Cantares, cuyo original en hebreo se data entre el siglo X y el siglo VI a.n.e. Se le conoce como parte del Antiguo Testamento y es notoria una sensualidad amorosa en sus líneas de diálogo de pareja, en las que ella dice: “Que me bese con los besos de su boca. Tus amores son un vino exquisito, suave es el aroma de tus perfumes, y tu nombre, un bálsamo derramado. Por eso se enamoran de ti las jovencitas”; y él: “Los labios de mi novia destilan pura miel; debajo de tu lengua se encuentra leche y miel, y la fragancia de tus vestidos es la de los bosques del Líbano”. Destaca ya en ese tiempo la pulcritud alusiva del lenguaje erótico en el texto.

 

En la Grecia antigua, en la obra Leucipa y Clitofonte, atribuida a Aquiles Tacio, se dice: “¿Qué fecha habremos de esperar aún? ¿Hasta cuándo dormiremos los dos como en un santuario? Me pones a la orilla de un río caudaloso y no me dejas beber. Con el agua a mi alcance tanto tiempo, y sigo sedienta, a pesar de dormir en el propio manantial. Mi lecho es como la comida de Tántalo”. Y en Las etiópicas o Teágenes y Clariclea, Heliodoro menciona con sutileza: “(Ella) distaba mucho de declarar abiertamente los propósitos de Ársace, pero lo dejaba comprender con circunloquios e insinuaciones vagas; ensalzaba la simpatía de su dueña por él, trataba de hacerle reparar en sus encantos, que, mediante honestas excusas, invitaba a contemplar, no sólo los que se veían sino los que sus vestidos ocultaban”. También, la Odisea, atribuida a Homero, no sólo narra lo que ha sido considerado por alguna crítica como la aventura del primer turista sexual de la literatura, por sus ardientes relaciones con Circe y Calipso en su singladura de diez años, sino por los detalles de sutil erotismo en el encuentro del héroe náufrago con la doncella Nausicaa, que se narra en el Canto VI.

 

Quienes han leído Las mil y una noches, de creciente difusión en versiones desde el siglo XV, posiblemente, como muchos, habrán disfrutado esas historias de maravilla, muchas de las cuales incuban una moraleja. Esa será la valoración corriente de Simbad el marino o Alí Babá y los cuarenta ladrones. Pero quienes hemos leído una traducción al español de la versión inglesa de Richard F. Burton –lo hice a mis diez años, en una bella edición en tres volúmenes, de la biblioteca de mi padre- conocen una obra distinta, que Jorge Luis Borges tildó como antropológica y obscena.  Borges también calificó la traducción de Joseph Charles Mardrus al francés, de la que dijo que es licenciosa en ambos sentidos de la palabra: atrevida y disoluta.

 

El lector adulto e ilustrado de la obra posiblemente cuestione ¿Por qué el rey Schahzaman de Salamarcanda Ti-Ajam decidió un día mandar degollar a su esposa, esclavas y esclavos, y pidió que su visir le llevara cada noche a una joven virgen, a quien desposaba, desfloraba y degollaba al amanecer? Pues, conociendo por la lectura que un día, volviendo a su palacio apresuradamente el rey “encontró a su esposa tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos, y al ver tal cosa, el mundo se oscureció ante sus ojos”. ¿Y cómo así Scheherezada, hija de su visir, terminó con la matanza al contarle una aventura distinta cada noche y abundar en los detalles a fin de dejarla inconclusa hasta la noche siguiente?

 

Es que Las mil y una noches compendia en sus relatos de procedencia persa, árabe e india amplias narraciones de contenidos que rayan en la explicitud sexual. Presenta historias muy sugerentes de lascivia, incluso la discretamente orgiástica y hasta la homosexual, pero me cabe la duda si son trazos de literatura erótica o lo son de narrativa llanamente lasciva. Cabe considerar que el Oriente fue la cuna de manuales de práctica sexual, muy explícitos, como el Kamasutra.

 

En el Occidente, puede rastrearse en siglos y para distintas regiones obras literarias en las que se combina la discreción de la retórica con la crudeza de diálogos de personajes típicos de la picaresca. Así en el Decameron, de Giovanni Boccaccio (siglo XIV) con un centenar de relatos en los que prolifera un acento cargado de sensualidad y liberalidad moral en las relaciones entre mujeres y hombres; y en la Lozana andaluza, de Francisco Delicado (siglo XVI). Obras icónicas del género hay muchas entonces, pero en el transito del Renacimiento a la Modernidad es notorio que se desdibuja la linde entre erotismo y pornografía en las letras; por ejemplo, con Fanny Hill. Memorias de una mujer de placer, de John Cleland, publicada en Inglaterra, 1748, que combina una redacción elegante mediante eufemismos con descripciones de precisión cruda de prácticas sexuales; en Francia, el contrapunto en el mismo siglo está bien representado por Las Afroditas, de Andréa de Nerciat, obra prácticamente ignorada por la academia, que debiera ser mejor valorada por su lenguaje innovador en una narración irreverente y por partes frontalmente obscena.

 

Esa asociación literaria, a veces indistinta, entre erotismo y pornografía, se desarrolló en el mismo siglo XVIII con variantes como la sicalíptica del marqués Donatien de Sade, activista, libertino y filósofo, destacando su obra Filosofía en el tocador, o como la de Honoré Riquetti, conde de Mirabeau, diplomático y espía, político y revolucionario francés, autor del crápula texto La educación de Laura. Distinto es el énfasis en la notable novela Las relaciones peligrosas, de Pierre Chorderlos de Laclos, una exploración del libertinaje vinculado a la seducción y a los avatares de la mezquindad humana: en esencia una obra de tema escandaloso, pero de corte moral.

 

El siglo XIX, del auge del Romanticismo, cobija, entre otras, la pulcra prosa de Alfred de Musset en Gamiani, su obra erótica que evita las expresiones de carnalidad desenfadada y a veces soez, comunes en la literatura celebrante de la depravación sexual en la centuria anterior. Pero también acoge la anónima y popular La autobiografía de una pulga, y un retorno a la escritura salvaje sobre desviaciones de la sexualidad con autores como el hessiano Leopold von Sacher-Masoch, con su novela La venus de las pieles (1870), una incursión en el tema de la dominación en la sexualidad, de donde ha surgido la noción de sado-masoquismo, y como el inglés George Cannon con Venus, maestra de escuela, o los juegos de la flagelación.

 

La literatura erótica se abre a otros cursos en el siglo XX, con Georges Bataille y su escandalosa La historia del ojo, de 1928, sobre las relaciones entre actividad sexual, exhibicionismo y locura; con Henry Miller, quien en sus novelas Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio (1934 y 1939) resignifica la relación entre erotismo y pornografía. El género literario, desbocado en sus derivas de simbolismo y de expresionismo crudo, tiene un punto culminante en Lolita, de Vladimir Nabokov, inicialmente rechazada por la industria editorial y publicada en 1955 afrontando la censura alegando que era una obra pornográfica acerca de la corrupción de menores; pero hoy en día es valorada por la crítica como un virtuoso desarrollo temático y formal del erotismo en las letras. Es la misma valoración que la crítica tiene de la obra de Lawrence Durrell en los cuatro volúmenes de El cuarteto de Alejandría, publicados de 1957 a 1960 extendiéndose en la narración “del amor en todas sus formas” atravesado por la sensualidad y la decadencia que muestra esplendor en su personaje de Justine, la judía con belleza de aceituna, joven, misteriosa y subyugadora.

 

El mismo siglo XX marca la aparición editorial de las mujeres como autoras, con Anais Nin explorando el incesto, el lesbianismo y el voyerismo, en los volúmenes de sus famosos Diarios, objetos de reprobación y censura, publicados en varios volúmenes a partir de 1966; con Anne Desclos, quien adoptó el nombre de Dominique Aury y bajo el seudónimo de Pauline Réage publicó en 1954 Historia de O; y desde luego con Almudena Grandes en su novela Las edades de Lulú (1989) y su contenido de fantasía finalmente transgresora.

 

Revisando estos apuntes salta a mi mente la duda de si debiera incluir en este inciso al Ulises, de James Joyce, publicada en 1922, porque narra escenas sexualmente explícitas, como esa mostrando a Leopold Bloom siendo penetrado en un burdel, o la de su esposa Molly reflexionando sobre las alegrías de ser "follada" intensamente por su amante, en medio del extenso texto de la novela donde proliferan palabras estimadas como obscenas. Y si debiera incluir también a Charles Bukowski con su novela Mujeres (1978), una memoria cruda de sus relaciones sexuales con distintas mujeres, o sus relatos aparecidos en periódicos y revistas, como Hustler y Oui, piezas literarias bañadas en sexo y alcohol, escritas a pie de calle, mostrando su arrogante deterioro.

 

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No encuentro cómo parar de apuntar referencias, en parte considerando la enciclopédica producción de los últimos cien años en el género de literatura que persiste en su fluida segmentación (¿O tal vez fusión?) entre erotismo y pornografía.

 

En lo que mencionaré con una arbitraria y pálida selección de autores de la América Hispana y sus obras, destacan el cubano José Lezama Lima con su monumental novela barroca Paradiso (1966), donde la sexualidad es una de sus principales temas, motor de muchas escenas, conversaciones, aventuras y profusos pasajes, más allá del célebre capítulo VIII que escandalizó por su apremiante erotismo; y el chileno Roberto Bolaño con Los detectives salvajes (1998) y su prosa de sentido dionisíaco fundante de una propuesta estética de anarquía erótica.

 

Pero debo detenerme en dos autores que son, a mi lego juicio, representantes cimeros de los lenguajes distintos de literatura erótica en obras suyas que, precisamente, no lo son esencialmente. El colombiano Gabriel García Márquez con su novela Cien años de soledad (1967), en donde narra el encuentro de José Arcadio Buendía Iguarán con Pilar Ternera, la partera que lo había traído al mundo; y sobre eso escribe: “…confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies y dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa”.

 

Y cuando el mismo José Arcadio, años después, retornado a Macondo yace sobre la hamaca con Rebeca Buendía desencantada de Pietro Crespi, a la hora de la siesta. El gran Gabo escribe: “Ven acá, dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: Ay, hermanita; ay, hermanita. Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosión de su sangre”.

 

Esa es prosa literaria erótica pura y dura, a la vez que elegante y magnífica en el uso sublime de la retórica ya conocida como propia del estilo del realismo mágico en nuestro rico idioma.

 

Otra es, muy diferente y también excelsa, la del argentino Julio Cortázar en Rayuela (1963), novela que en su capítulo 68 dice así: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias”.

 

Lo de Cortázar es una celebración del gíglico, un lenguaje inventado cuya comprensión exige la complicidad del lector con las jitanjáforas (palabras que no tienen un significado concreto, pero sí musicalidad y sonoridad para crear un efecto lúdico) y son agudos y destellantes clamores de la euforia erótica, la sexualidad y la genitalidad en el apasionado amor de Olivera y la Maga: un nuevo mundo escasamente hollado en la literatura del género.

 

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En fin, pasando de las referencias y las citas a una modesta reflexión, debo afirmar que, acerca de la literatura, cualquier alegación que pretenda disociar el amor del deseo es una necedad. El deseo es, académicamente hablando, una “actitud proposicional”, es decir una orientación de comportamiento que conduce a acciones para el cumplimiento de un anhelo, de una apetencia. Desear es querer tener, poseer, disfrutar un algo que se anuncia como placentero. Es así que el deseo tiene íntima relación con el amor, sentimiento de afecto y apego entre humanos que deriva en un compartir, el ágape en su figura arcaica del convite a celebrar los sentidos: la sensualidad, pues.

 

No es trivial que Eros, el dios griego del enamoramiento, sea uno de los llamados dioses primordiales, identificados con principios naturales existentes desde los inicios del mundo. En este sentido, el eros tiene que ser entendido como sustancial de la naturaleza humana, en la que florece el erotismo, la palabra que designa el deseo asociado al amor percibido con los sentidos.

 

De ahí que el término erótico haya sido dotado de una semántica que lo distingue como una categoría muy amplia y descriptiva de la atracción entre los humanos. Pero la idea de lo erótico tiene una naturaleza fluida que comprende, en el terreno de los significados, aspectos románticos tanto como sexuales, con estos últimos aportando al contubernio existente desde antiguo entre lo insinuado y lo explícito, dos extremos del erotismo en su acepción actual.

 

Esa cohabitación está presente por siglos en la literatura. Tal vez –y es lo que yo creo- sea conveniente distinguir entre las expresiones literarias más bien gráficas, descriptivas, de acciones estimuladas por la libido, ese impulso humano a la interacción sensualista generalmente asociada con las prácticas sexuales que pueden derivar en relatos que son valorados como muestras de impudicia, revelación de lo que debiera ser mantenido en la intimidad: la obscenidad de la pornografía. Que es distinta de esas expresiones literarias centradas en la sugerencia, en la alusión, que no en la develación, con el recurso a figuras de la retórica como la metáfora, la alegoría y la lítotes, también llamada eufemismo.

 

Pero, en final de cuentas, la diferencia entre lo pornográfico y lo erótico en realidad depende de un juicio estético, si bien hay quienes la quieren presentar como dependiente de un juicio moral; un empeño absurdo este último en la sociedad humana de hoy, profundamente erosionada por los relativismos culturales, que son morales.

 

De hecho, la estética del erotismo concierne al gusto, el arte, la belleza y otras experiencias sensibles y racionales que son producidas por la percepción, es decir, por el procesamiento mental de las sensaciones recibidas a través de los sentidos. La estética del erotismo literario se refiere a la naturaleza sublime de su forma expresiva. Sucede, sin embargo, que para entenderlo es necesario recuperar el sentido prístino de la palabra sublime, tal y como fue planteado en la Grecia arcaica por Longino, a quien se menciona como autor de un tratado en el que afirma: “Nada hay tan sublime como una pasión noble, en el momento oportuno, que respira entusiasmo como consecuencia de una locura y una inspiración especiales y que convierte a las palabras en algo divino”. Esto se lee en la interpretación de Edmund Burke, el gran filósofo irlandés del siglo XVIII. Burke también rescata de Longino estas expresiones: “Lo sublime, usado en el momento oportuno, pulveriza como el rayo todas las cosas y muestra en un abrir y cerrar de ojos y en su totalidad los poderes del orador” y “Lo sublime es como una elevación y una excelencia en el lenguaje”.

 

Llegamos en este punto al meollo del asunto que motiva esta reflexión. La tesis que postulo es que la literatura erótica debe ser presentada como aquella originada en una inspiración entusiasta, causante de una pasión que se cierne sobre el lector “con palabras escritas como el rayo que pulveriza todas las cosas” y muestra en un abrir y cerrar de ojos imágenes en su totalidad urdidas y elaboradas con elevación y excelencia en el lenguaje.

 

Con esa base asiento que, desde luego, las obras literarias centradas en descripciones gráficas de actividad inclinada con obscenidad a la estimulación de la lujuria en el deseo sexual, esas que de corriente se les dice pornográficas, son, a mi juicio –estético, no moral- de una índole distinta a la de la literatura erótica. Son obras de otro género, sencillamente porque la pornografía escrita carece de elevación y excelencia en el lenguaje con empleo adecuado de figuras retóricas que producen esa insinuación tan propia del erotismo.

 

En esta línea de ideas debe quedar claro que la literatura erótica no se priva de crear imágenes tan sugerentes como alusivas del deseo en íntima relación con el amor sensual. Lo que conduce a resaltar que no es literatura erótica aquella que no provoque excitación sexual en el ser humano; una respuesta o reacción que es emocional, fisiológica e intelectual, muy propia de su naturaleza. Pero la virtud de la literatura erótica radica en que es capaz de hacerlo con esa calidad expresiva de representación que se considera sublime (según el canon que adopto). En este sentido, ese estado o efecto interno al que le decimos excitación sexual, se produce y se manifiesta por el acto externo provocador de la lectura actuando incitador como material de estímulo. Incitar y excitar son los dos extremos, Alfa y Omega, del continuo voluptuoso –el apetito y su complacencia- que la literatura erótica tiene como propósito y es dirigido al lector.

 

Pero conviene advertir la diferencia entre erotismo y sexualidad. Octavio Paz ha sostenido en La llama doble. Amor y erotismo (1994) que el erotismo no es mera sexualidad sino ceremonia, representación; que el erotismo es metáfora; es sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad de los hombres; y que el erotismo se diferencia de la sexualidad por la infinita variedad de formas en que se manifiesta, en todas las épocas y en todas las tierras. El erotismo es invención, variación incesante; la imaginación y el ritual transfiguran la sexualidad en erotismo.

 

Es inevitable convenir con Paz en que el erotismo está, en efecto, marcado por la presencia de representaciones y recreaciones que manifiestan múltiples formas de entender y experimentar el eros, en el caso, a través de la literatura y de su lectura.

 

Aquí, en este punto, es preciso plantear una cuestión con apariencia ríspida. Y la cuestión es que, si el erotismo es, en los seres humanos, el campo de la atracción floreciente de anhelos y apetitos; y si es, por su naturaleza, el topos en el cual el deseo debe realizarse mediante la interacción de los sujetos; aparece sin embargo el hecho de que la literatura erótica no es generalmente material del ágape, de un compartir su deleite. Porque leer es acto de percibir y comprender un mensaje literario; y la sublimidad del discurso de literatura erótica exige un ejercicio de eye tracking que dispara al cerebro las impresiones causadas por la información recibida. Es un ejercicio de aguda concentración en solitario, en la expectativa sobre lo que se está leyendo y sobre el sentido de su hilo narrativo apareciendo en la mente con luz interpretativa.

 

En este sentido, son incuestionables las reacciones que genera la lectura en el organismo humano. La lectura de una historia de terror podría hacer que se nos ericen los vellos de la piel; la de un evento asqueroso puede provocar un desagrado hasta la náusea; y no será extraño que la lectura de una narración erótica provoque respuestas fisiológicas espontáneas con manifestaciones vasocongestivas de aumento del flujo de sangre en ciertas partes del cuerpo -que se puede observar como rubor-, cambios en las pupilas oculares, aumento del ritmo cardíaco y de la sensibilidad de la piel, y cambios en la apariencia de los órganos sexuales. Es la respuesta del organismo humano a la excitación que es, a su vez, incitante para la acción. Baste señalar que, en tal estado, lubricidad hace analogía con lubricación.

 

Pero, generalmente en ese tal estado el sujeto que lee está ejecutando un proceso que demanda un cierto aislamiento del entorno por su necesidad egoísta de procesar el disfrute entusiasta, placentero y –si se quiere- también libidinoso de su lectura. Significativamente, el acto de leer –y sobre todo leer literatura erótica- suele ser un fenómeno de comunicación íntima y privada, un encaramiento vis-a-vis entre el narrador y su lector; la manera universalmente extendida de ejercer el proverbial vicio impune; un placer solitario como hay otros.

 

Para quienes solemos revisitar las páginas de obras de la literatura erótica –como yo con mis lecturas de la colección La sonrisa vertical, de la española Tusquets Editores, o de la peruana editorial Antigua con su serie Popof- el acto es y debe ser un placer ejercido con fruición y exento de carga moral, menos todavía pecaminosa, que conmueva nuestro ser físico y alborote la sinapsis neuronal y active reacciones nerviosas en el etcodermo. Algo muy humano, teniendo en cuenta que el cerebro y la piel son nuestros órganos más sensibles al estímulo erótico.

 

 (Lima, agosto 2025)

 


 
 
 

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